«Aquella pregunta fue tan repentina que me dejé llevar por los recuerdos. Estos desfilaron ante mis ojos y, como suele pasar con los recuerdos, todo en ellos parecía ser mejor, más bonito, más feliz que en la realidad. Fue extraño, pero todos guardamos silencio por un rato.
Para la gente de mi edad ya no quedan sitios que hayamos amado de verdad y a los cuales hayamos pertenecido. Han dejado de existir los lugares de la infancia y de la juventud, los pueblos a los que íbamos de vacaciones, los parques con bancos incómodos en los que florecieron nuestros primeros amores, las antiguas ciudades, las cafeterías, las casas. Incluso cuando han conservado su aspecto exterior, visitarlas es aún más dolorosos porque constituyen una cáscara que ya no alberga nada. Yo no tengo adónde volver. Es como estar encarcelada. Los muros de mi celda coinciden con todo lo que alcanzo a ver, hasta el horizonte. Tras ellos hay un mundo que me es ajeno y que no me pertenece. Así que para la gente como yo, solo es posible el ahora y el aquí, porque todos los después son dudosos, todos los futuros están apenas esbozados y son inciertos, nos recuerdan los espejismos, que pueden ser destruidos por el más leve de los movimientos del aire. Esto era lo que pensaba cuando estábamos sentados en silencio. Aquello era mejor que una conversación. No tengo idea de en qué pensaban los dos hombres. Quizá pensaban en lo mismo».
Olga Tokarczuk: Sobre los huesos de los muertos
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