¿Recuerdas el día más feliz de tu vida?, me preguntó mirándome a los ojos. Y me puse a pensar en los días que se supone que son los más importantes: el día en el que nació mi hijo… no, ese día no fui precisamente feliz; el día en el que conocí a mi otro hijo… tampoco; los días en los que me dedicaba a estudiar… y me di cuenta de que posiblemente el día más feliz de mi vida fue el día en el que nos tocó la lotería.

Le tocó a mi madre, que era la que jugaba a la lotería. No sé cuántos años tendría yo, ¿quizá unos 10? Debería recordarlo pero no lo hago y ya no tengo a quién preguntárselo. Nos tocó lo suficiente como para poder comprar un piso, un piso modesto, pero al fin un lugar que fuera propio. Recuerdo que mi madre, que era la que cortaba el bacalao, nos compró con gran alharaca unas medallas de oro para llevar al cuello. Habría también ropa nueva y zapatos, supongo, pero esto ya no lo recuerdo. O quizás no quedó ya mucho más después de pagar aquel humilde piso de Rentería. En él se colaba el aire por todas las esquinas, estaba en un barrio feo de un pueblo obrero pero fue nuestra casa, la última en la que yo viví con mis padres.

Y recuerdo nítidamente que aquel día, un 25 de abril, día de San Marcos, al principio de la calle Miracruz junto a la administración de loterías, yo me sentí inmensamente feliz. Porque creí que con aquel dinero se habían acabado todos nuestros problemas. Creí que éramos ricos.