Escucho a Hernán Migoya hablar de las bibliotecas y me quedo con una frase que no había pensado pero con la que me identifico por completo. Mi patria es una biblioteca. Habla de las bibliotecas que encontró en su infancia y en su adolescencia, de las que ha conocido en Perú, desabastecidas pero incluso así un oasis en el desierto, y habla también de las bibliotecas de ahora, las que tienen cómics y videojuegos y películas y toda clase de libros.

No hay en mi infancia ni en mi adolescencia ninguna biblioteca. Recuerdo una tienda del barrio que cambiaba libros y cómics por unos céntimos. Podría ser una especie de biblioteca pero hacía falta algún dinero. No llegué a una biblioteca hasta pasados los 18 años y, sin embargo, la imagen que conservo es de absoluta fascinación. Recuerdo en especial la biblioteca de la Plaza de la Constitución de Donosti. Esos salones antiguos de techos altos sumidos en la penumbra. Allí leí fascinada La metamorfosis, de Kafka y Los Diálogos de Platón. Allí estaba guardado todo el saber del mundo, o eso me parecía a mí. El bibliotecario era un hombre cojo, con una pierna más corta que la otra que trataba de igualar con una gran alza en el zapato. Me daba un poco de miedo y eso, seguramente, contribuía a la atmósfera fascinante en que me sumía nada más entrar allí. Apenas había gente, seguramente porque yo iba a horas raras o porque entonces las bibliotecas no eran como ahora, lugares muy visitados.

Ahora el Koldo Mitxelena, la biblioteca más visitada de mi ciudad, está siempre lleno de gente: jóvenes que estudian o que se sientan por allí cargando el móvil, personas que leen el periódico o buscan un libro. Me gusta que las bibliotecas sean un lugar de acogida, una casa en la que estar, un lugar de maravillas. Para mí, siempre serán mi patria.