Estamos sentados en una terraza rodeados de bullicio. Es una tarde de verano que invita a estar en la calle. Se frota los ojos como los niños cuando tienen sueño y bosteza repetidamente. Ha pasado la noche en el autobús y lleva todo el día de aquí para allá. Ha pedido una Coca-Cola y ha olvidado decir light. Yo tampoco digo nada, quizás le venga bien el azúcar además de la cafeína. Dice que está cansado y me da pena, que la entrevista de esta mañana ha ido muy mal, que está harto y que si pierden los modales con él, pues él también los pierde. Pero tú no puedes morder la mano que te da de comer, hijo, no te lo puedes permitir. Ya, bueno, ya sabes cómo soy, ama.
Me pregunto cómo no se da cuenta de lo que le conviene pero también me indigna que no sean los profesionales, los adultos, los normales los que se repriman las ganas. Cómo no ven que carece de herramientas sociales, que siente como una humillación el más mínimo reproche, que se lleva muchos rechazos al cabo del día. Por qué hay tanta gente haciendo un trabajo vocacional que no le gusta.
Sin duda me pierde que soy su madre, que solo veo a través de sus ojos, que yo tampoco me pongo en el lugar de los otros, los que aguantan a mi hijo y a muchos como él. Pero no puedo hacer otra cosa y probablemente tampoco debo, porque como bien sabemos, madre no hay más que una. Y cada uno debe representar el papel que le ha tocado.
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