Escucho opiniones apasionadas y encontradas sobre lo que debemos hacer y no hacer para parar la pandemia, para amortiguarla siquiera. Hay quien asume y quien se adapta. Hay quien se resigna. Quien hace como que no va con él. Quien intenta seguir con su vida de siempre, como si así no pasara nada. Muchos se enfadan, a falta de poder confrontar al virus confrontan a su vecino, a los demás, a la gente. El infierno son los otros, que diría Sartre.
Hay quien asegura que esto es cosa de una mente maligna, americana o china, eso seguro. Soltaron el virus y ahora se les ha ido de las manos. Están los que dicen que no es para tanto, que les dejen hacer su vida, incluso oí a alguien decir «de algo hay que morir, ¿no?». Porque los que mueren siempre son, también, los demás, los otros. Algunos países nórdicos, y el Reino Unido antes de que enfermara su primer ministro, decidieron dejar al virus campar a sus anchas, alguna gente moriría pero después la población se inmunizaría (prefiero el término población que rebaño).
Lo importante es, ¿quién moriría?, ¿uno de los hijos del presidente?, ¿la madre de la ministra de Sanidad?, ¿el hermano de aquel que dice «de algo hay que morir»? Porque en ese caso estoy segura de que cambiaría su percepción del asunto, ya no estaría tan claro que una proporción de muertes fuera necesaria para que la economía no sufra merma y nosotros podamos continuar con nuestra vida. Porque ahí es donde está el meollo de la cuestión: ¿Quién pone los muertos?
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