«La literatura latina es un caso muy peculiar: no nació espontáneamente, sino que fue gestada por encargo, in vitro. El parto inducido tuvo lugar un día concreto del año 240 a. C., para celebra la victoria de Roma sobre Cartago (…).

«Los primeros italianos septentrionales en aprender el alfabeto griego y adaptarlo a su lengua fueron los etruscos, que dominaron el centro de la península entre el siglo VII y el IV a. C. Sus vecinos del sur, los romanos -quienes, aunque no les gustaba reconocerlo, estuvieron durante décadas sometidos a una dinastía de Etruria-, se abalanzaron ávidos sobre aquella maravillosa innovación, y adoptaron a su vez la escritura etrusca con ciertos ajustes para adecuarla al latín. El alfabeto de mi infancia, el que me observa ahora mismo desde las hileras oscuras del teclado de mi ordenador, es una constelación de letras errantes que los fenicios embarcaron en sus naves. Surcaron el mar rumbo a Grecia, luego navegaron hacia Sicilia, buscaron las colinas y los olivares de la actual Toscana, merodearon por el Lacio y, de mano en mano, fueron cambiando hasta alcanzar el trazo que hoy acarician mis dedos.

«Los testimonios más antiguos de este alfabeto viajero no dejan resquicios a las entonaciones. Los romanos -pragmáticos, organizadores natos- limitaron su uso a registros de hechos y normas. Los textos más tempranos -de los siglos VII y sobre todo VI a. C.- son un grupo de inscripciones breves (por ejemplo, marcas de propiedad garabateadas en un recipiente). De los siglos siguientes conocemos únicamente leyes y rituales escritos. No ha quedado ninguna huella de escritos de ficción -se estaba luchando a vida o muerte por el poder en los campos de batalla y corrían malos tiempos para la lírica-. La literatura romana tuvo que esperar; fue un acontecimiento tardío gestado en un descanso de los guerreros. Solo cuando el enemigo más peligroso ya había mordido el polvo, con la tarea cumplida, en la relajación y el ocio de la victoria, los romanos se permitieron pensar en los juegos del arte y los placeres de la vida.»

Irene Vallejo: El infinito en un junco