Es una mañana como tantas, un día templado de finales de octubre. Comienza el día con su rutina, pasan los niños de camino al colegio y salgo al balcón a verles, van con sus mochilas, sus gritos y su alegría indestructible. Pienso en mi infancia, en aquellas mañanas frías con mi hermano de la mano yendo al colegio. Un colegio de monjas de hábitos largos, faldas hasta el suelo que aleteaban con sus pasos. Pienso en lo que me depara el día, los recados, la clase de inglés, el paseo del atardecer. Escucho las noticias, el ruido de los políticos, los sucesos locales, más amables, más de fotonovela, más humanos. 

Y de pronto, caprichoso y sin porqué, el dolor. Esa punzada de tristeza que se alza desde las tripas hasta la garganta. Intenso al principio, extendiendo una capa de melancolía después, no sé cómo sabe la hiel -apenas una palabra religiosa- pero pienso que así debe de saber: a miedo y a desamparo.

Me echo a la calle por si así consiguiera sacar fuera esa ola. Busco el ruido, miro hacia otro lado, escucho un podcast, hago una lista mental. Recuerdo a mi hijo pequeño, siempre tarareando algo cuando estaba solo, siempre buscando el ruido. Pienso en ese verso de Juan Ramón Jiménez «¡tengo miedo de quedarme con mi dolor a solas!» y me echo a la calle.