Hubo un año en el que vivimos muchos años a la vez, en el que los días transcurrían lentos e intensos como cuando uno tiene 15 años. Nada era igual que antes, todo era extraordinario y, sin embargo, todos queríamos recuperar nuestra rutina.

Nos quedamos sin el mes de abril y sin la mitad de mayo, aunque veíamos la primavera crecer en los tiestos de nuestros balcones. Nos fue dado todo el tiempo del mundo, pudimos jugar con los niños, hornear pan, montar puzzles y hacer yoga. Todo lo que siempre quisimos hacer, pero a la mayoría no nos gustaba porque no era elegido. Es cierto que a algunos les gustó, les vino bien, descubrieron a sus hijos y echaron en falta a sus padres. 

Ese año lo vivimos sumidos en la perplejidad, azotados por un vendaval con forma de virus que amenazaba con sacarnos de nuestras casillas, si no directamente del mundo. Fue un año vivido al borde del abismo, entre la inminencia del desastre y la esperanza efímera. Fue un año raro en el que todo cambió para siempre. Un año extraordinario en el que vivimos peligrosamente. Y no nos gustó.