Una tarde sentada ante la pantalla en blanco de mi blog se me ocurrió pensar cuáles serían las palabras que escogería para decir «estas son las que explican mi vida, estas son las que siempre tengo rondando». Y lo que al principio me pareció un ejercicio puramente estadístico se volvió un marasmo de incertidumbre.
Y comencé a pensar en mi infancia, cuando iba a buscar cardos para los conejos, cuando hacíamos barrabasadas y alguien terminaba con una brecha en la cabeza. Pienso que mi madre decía fulastre y mi padre se sabía palabras que solo salían en los tangos. Mi hermano repetía unos extraños insultos que pronunciaba el capitán Haddock, el de Tintín. Están las palabras de mi hijo mayor con su lengua de trapo, ese aukerar del euskera que él siempre usaba en castellano. Están los diminutivos asturianos de mi hijo pequeño cuando todos los perros eran el perrín.
Si pienso en las amigas vienen las palabras procaces, esas que provocan grandes risotadas y la mano en la boca después como si fuéramos crías. Y si pienso en el hombre de mi vida las palabras son esas de origen navarro que le gusta traer a colación cuando se acuerda de su pueblo, el etxekarte, el estoy tardado.
Están, cómo no, tantos eufemismos que rechinaban en los años de plomo, esas palabras que pretendían esconder la realidad y solo conseguían estamparnos la tristeza en la cara. Están las palabras que acarician y las que te rompen por dentro, las palabras que nunca debieron decirse y salieron de estampida.
Y en esas estaba cuando se me formó un maremágnum de palabras, la mayoría se me ocurrían a botepronto, saltaban en mi cabeza como si fueran palomitas de maíz en un microondas. Y pensé que si por un azar llego a ser muy vieja, muy vieja, como de doscientos años, qué palabras serían entonces las que salieran de mis labios. Y si serían esas las más genuinas, las más hondas, las elegidas. Y hasta ahí llegué.
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