Panza de burro ha sido uno de los descubrimientos literarios de este año, año fértil donde los haya, porque es un libro valiente, salvaje y magnético que plasma sobre el papel, negro sobre blanco, una historia que parece oral más que escrita. Se trata de la primera novela de Andrea Abreu, una mujer joven, periodista de profesión y poeta antes que novelista.

Las protagonistas de esta historia son dos niñas, la narradora y su amiga Isora, ambas en esa frontera en la que todavía no se ha abandonado la infancia y tampoco se ha entrado en la adolescencia, el más difícil todavía de las edades. La novela cuenta las andanzas de estas niñas-adolescentes durante un verano en la isla de Tenerife. Andrea Abreu escribe desde el margen, desde fuera, desde una isla, desde un barrio que no es ese espacio turístico que nos viene a la cabeza cuando pensamos en las Islas Canarias

Lo más novedoso y enriquecedor de la novela es su lenguaje. Un universo de palabras, nombres, adjetivos y verbos que tienen vida propia. Si cada región tiene sus expresiones, sus características propias, las Islas Canarias o el reflejo que de ellas hace Andrea Abreu en este libro, parecen tener otro idioma, uno distinto, uno propio. Es la de Andrea Abreu una voz libre y fresca, que escribe como habla, que se nutre del localismo, que transcribe los nombres con su fonética añadiéndole además préstamos del inglés. Es un lenguaje tan espontáneo que por fuerza tiene horas y horas de trabajo detrás.

Les dejo con una cita: «Y al terminar de estregarnos Isora me mandaba a rezar y yo bisebisebisé con los pantalones del chándal todos pintorriados de colores, como un arcoíris dentro de las piernas, un arcoíris que se elevaba por encima del límite del mar, allá abajo, donde las nubes se juntaban con el agua y ya todo era gris, y ya solo quedaban nuestros pepes latiendo como un corazón de mirlo debajo de la tierra, como una mata a punto de reventar el centro de la Tierra.»