Jesús Carrasco es uno de esos autores que son como un seguro de vida de la lectura, quiero decir que un libro suyo promete páginas redondas. Intemperie fue una sorpresa, un regalo y una promesa de futuras líneas de literatura con mayúsculas.

Llévame a casa es la historia de una familia como tantas, un padre, una madre y dos hijos, Isabel y Juan. El padre fallece y la madre es diagnosticada de Alzheimer. Una historia aburrida salvo que caiga en manos de un autor capaz de trasladar al lector a Aldeanueva, el pueblo donde viven los padres. Juan, que estaba viviendo en Edimburgo, vuelve ante la muerte de su padre. Isabel, la hermana, reside en Barcelona con su marido y sus dos hijos. Trabaja y triunfa como bióloga con una investigación sobre los virus (seguro que Carrasco no sabía cuando escribía la novela que un coronavirus iba a ser el protagonista de nuestra vida) que una empresa norteamericana quiere comprar. Isabel y su familia deben trasladarse durante un año a EEUU para hacer el traspaso de la investigación. Alguien tiene que cuidar de la madre. Y ese tiene que ser Juan.

Esta es la trama de la novela, así de simple, un drama cotidiano, una historia que le está pasando ahora mismo a cualquiera, «la responsabilidad de ser hijos y las consecuencias de asumirlo», según explica el propio Carrasco en una entrevista.

Consideración aparte merece el dominio del lenguaje de Carrasco. Cada cosa tiene su palabra, cada espacio su descripción. Sin ser el derroche léxico de Intemperie siguen siendo una delicia esos párrafos en los que cada cosa encuentra su palabra.

No hay componentes mágicos en la vida de pueblo, ni en la vida familiar. No hay ningún encanto en cuidar de una madre con Alzheimer. Apenas pasan cosas en la novela y, sin embargo, para Juan pasa todo. Todo cambia, él mismo cambia, su mirada sobre la vida, sobre sus padres, sobre su hermana cambia. En fin, leer «Llévame a casa» describe ese momento único en el que uno se convierte en padre de sus padres.