Tendría siete u ocho años cuando entré en casa de nuestra vecina Lucrecia. Un fuerte olor a berza o coliflor salía de la cocina y se extendía por el pasillo. El olor era tan repulsivo y tan penetrante que me provocó un dolor de cabeza que después no sabía explicar a mi madre. Este magistral párrafo de Jesús Carrasco me ha traído este recuerdo a la cabeza. Aun sin percibirlos con el olfato he ido reconociendo cada uno de los olores que menciona, cómo impregnan las casas, cómo cuentan la vida que en ellas se vive.
«Juan hunde la manija de hierro de la puerta y empuja. De la casa sale una fragancia particular que solo se percibe cuando se ha estado tiempo fuera y lo exterior ha renovado lo interior. Es un olor al tiempo anodino y único. Una nariz entrenada diría que aquí se ha hervido coliflor durante decenios. Hay o ha habido una chimenea de leña, naftalina en los armarios, chacinas de matanza colgando de una viga, chorizos que gotean su pimentón sobre una bandeja de lata; aquí se ha lavado la ropa con jabón hecho a base de sosa y aceite usado. Litros de amoníaco han aniquilado bacterias a lo largo de los años. Hay trazas de excrementos infantiles, que alguien, una mujer, ha retirado de gasas de algodón que después ha lavado, escurrido y tendido en el patio. Se nota un tufo milenario procedente de una pata de liebre caída detrás de un armario. Vestigios de agua oxigenada, como la que usan los taxidermistas para blanquear los cráneos. En esta casa solo entran mariscos en Navidad, y no de la mejor calidad. Huele a sudor, a grasa en las manos, a cicatrices viejas, a colonia de litro, a cableado con camisa de tela, a plomos fundidos, a transformador de 125 voltios, a golpes en un televisor en blanco y negro».
Jesús Carrasco: Llévame a casa
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