A mi abuelo materno le llamaban el francés porque era alto, rubio y de ojos azules. Mi abuela, en cambio, era pequeña y entrada en carnes pero con un gran sentido del humor, ay, hija, que tu abuelo y yo juntos parecemos la ele y la i, me decía entre risotadas. Mi abuelo era serio y socarrón y mi abuela, la maita, pegaba la hebra con cualquiera. Fui su primera nieta, lo que me otorgó un estatus que no tuvieron ni mi hermano ni los demás nietos que llegaron después.
A los dos les gustaba jugar a las cartas, mi abuelo se enfadaba si perdía o si alguien resultaba torpe o tardaba en decidir qué carta jugar. Y cuando se enfadaba pegaba un puñetazo en la mesa y decía “¡coño!”, y todos nos echábamos a temblar. Yo no jugaba con ellos porque cuando era pequeña los niños no jugaban con los mayores, mucho menos con alguien tan serio como mi abuelo, pero solía mirar cómo jugaban y sus puñetazos me asustaban mucho. No recuerdo, sin embargo, que me riñera nunca, conservo su sonrisa y una mirada como acuosa que se le ponía a veces.
Me he acordado hoy de ellos al saber que Rita Hayworth en realidad se llamaba Margarita Cansino. Mi abuela, la maita, llegó a ese apodo con el que la llamábamos todos, incluidos sus hijos, porque solía jugar conmigo a cocinitas y yo quería llamarle Margarita, vaya usted a saber por qué, y el nombre en mi lengua de trapo se quedaba en “maaita” y a ella, que era muy coqueta, le gustó ese apodo mucho más que abuela o amoña. También es cierto que cuando yo nací ella solo tenía 44 años.
Mi abuela era la maita para todos menos para su marido, mi abuelo, que ponía la voz grave y le decía: “pichoooonaaaa” y los dos se reían sin que yo supiera por qué.
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