Tengo un libro entre las manos mientras espero en una sala de urgencias y pienso cuántas de las historias que alberga esta sala podrían terminar en las páginas de otro libro. A pesar de la pandemia, o quizás precisamente por eso, estamos mucha gente junta.

Un hombre solo y mayor se queja en una cama llevándose la mano al costado, asumo que se ha roto una cadera. A mí lado una chica sudamericana, muy joven, está encogida en una silla de ruedas sin nadie que le acompañe, lleva puesto un camisón de hospital y tiene sus pertenencias en una bolsa blanca de plástico que dice Osakidetza. Una mujer yace inmóvil en una cama mientras su marido sujeta su mano y le habla en susurros.

Hay también algunas personas mayores que quién sabe cuál de las ingratas dolencias de la edad les habrá traído aquí. Al fondo, junto a los baños, una pareja con aspecto gitano junta sus cabezas mirando la pantalla de un móvil.

Estamos todos pegados a la pared, junto a un número que nos identifica, encarados como si esto fuera una calle, aunque aquí no hay el lado de los pares y el de los impares. Cuando asoma un celador, o celadora, que aquí la mayoría del personal son mujeres, le miramos todos esperando que venga a por nosotros. El afortunado se alegra, excepto el señor que no deja de quejarse y otro que está inconsciente; el afortunado, decía, se alegra y se despide de los demás, adiós, agur, mucha suerte, mucho ánimo, le decimos, mientras seguimos allí con una sensación de barco envarado, pensando, por muy tópico que sea, qué poco nos acordamos cuando estamos bien de que existe otro mundo, el de la gente enferma o accidentada ingresada en un hospital.

Y que incluso ahora, cuando llevamos más de un año de pandemia, nos esforzamos por olvidar y hacer como que no existe. Abro el libro abandonado en mis rodillas por ver si me distraigo, pero lo cierro enseguida. Pasan más cosas a mi alrededor que en las páginas de la novela.