A veces me da por pensar que todo lo que hay que esperar de la vida son frágiles momentos. Momentos felices que suceden aquí y allá, algunos importantes otros banales, pero todos breves como fuegos artificiales.

En tiempos de incertidumbre o desolación, como el que estamos viviendo con esta pandemia, la tristeza se expande como un manto de niebla y los momentos de alegría se convierten en relámpagos fugaces. Pero incluso en los peores tiempos hay una mañana en la que te vas a comprar flores con Marcos y Valentina y la felicidad se extiende por el pecho como si fuera chocolate caliente. Y sucede también que hay una noche en la que coges un libro con la fuerza de la costumbre y, antes de darte cuenta, estás en el siglo XVI acompañando a Hamnet a través de las habitaciones de la casa de sus abuelos llamando a gritos a su familia. Otro día vas andando distraída en tus pensamientos y, al levantar los ojos hacia el semáforo, ves ese cerezo que hay en el parque de Amara, el que se pone cuajado de flores blancas en primavera, y te quedas sin respiración ante su belleza.

Y me pongo filosófica y me da por pensar que eso es lo que hay, que sí, que también están Copacabana y Samarkanda pero que lo que tenemos son momentos sutiles que extienden una capa de bienestar en nuestro interior y se convierten en recuerdos que traer a nuestra mente cuando pinte pandemia.