Una tiene la afición, de un tiempo a esta parte, de fotografiar gente leyendo. He encontrado gente leyendo en los más diversos lugares: sentada en la acera, en una moto, en la playa, en la cola de un mostrador de facturación, en Ikea… Cualquier sitio es bueno si el libro lo es. Lo que no me había encontrado hasta ahora es un libro en el que su autor se tropiece con una muchacha leyendo y lo describa de esta manera tan preciosa.

«En el semáforo de Alcalá, junto a Cibeles, una muchacha muy joven, bellísima. Leía un libro mientras esperaba a que se abriese el semáforo. Iba en camiseta de tiras. Llamaba la atención su escote (debería llamarse descote). El primero del año. La blancura de su piel, láctea, contrastaba con su pelo, tan negro, duro y compacto como el azabache. Era muy delgada, con dos pechos muy bonitos, ni grandes ni pequeños. Cara de ángel, con algunas pecas en la nariz. En aquella blancura parecían canela en el arroz con leche. En cuanto vi el libro azul, supe que se trataba de uno de los tomos de la Biblioteca Clásica de Gredos. La sorpresa fue mayúscula. Esos libros, primero, no se leen de pie en un semáforo; segundo, no suelen ser lectura de alguien tan joven; y tercero, me juego lo que sea a que hoy en España no ha habido nadie que haya leído uno de esos libros, y menos aún una muchacha tan guapa. Estaba de lo más enfrascada y atenta a lo que leía, tanto que pude observarla a mi sabor sin resultar indiscreto. El semáforo se puso verde, lo notó por ósmosis, porque no levantó siquiera la vista, cruzó la ancha calle sin dejar de leer, y ganó la otra acera, cuyo bordillo subió como si tuviera también ojos en las zapatillas. Me entró una curiosidad grandísima por saber qué libro era. San Agustín, Sobre la música, pude leer en un alabeo de la cubierta. Yo no sé por qué los novelistas no dejan de hacer novelas y se ponen a contar lo que se ve en la calle. Me pareció enternecedor. La belleza de la chica, su atención, la mañana primaveral, aquel libro. De pronto me asaltó la sospecha: ¿Y si esta muchacha va a ser Hannah Arendt, una reencarnación de ella? Tampoco sabía qué hacer con un enamoramiento tan súbito y violento. ¿Decírselo? ¿Que me cambiara a mí por san Agustín? ¡A quién se le ocurre! Imposible. A lo mejor si le dijera, mira, soy san Agustín, y he bajado del cielo a darte las gracias por estarme prestando tanta atención… Hay menos diferencia de edad entre san Agustín y ella, que entre ella y Martín Heidegger. Claro que, como diría X, uno no es Dante.»

Andrés Trapiello: Quasi una fantasia