Andrés Trapiello participa en París en un coloquio sobre su libro Las armas y las letras. El público asistente está compuesto en su mayoría por hijos o nietos de exiliados. Estos se afanan por hablar en el que creen su idioma materno que, sin embargo, ha pasado a ser el idioma en el que hablaban sus padres o abuelos, pero en el que ellos no se expresan desde hace mucho tiempo.
«Cuando acabada la cosa se acercaron algunos a que les firmara sus ejemplares, comprendí que el interés de la mayor parte de esas personas es que querían hablarme en castellano, sentirse parte de la patria. Y eso era enternecedor, porque la lengua común se nos convirtió de pronto en sefardí. A casi todos la lengua se les había oxidado tanto que era difícil comprender qué querían decir. Yo les pedía que hablaran en francés, porque no entendía bien lo que ellos, pobres, soltaban en español mal mascado, que se les hacía bola. Y esa sí que es una derrota para todos, no poder entendernos en la lengua que se les obligó a dejar atrás, como sus vidas.»*
Después de perder uno la casa, la vida de todos los días y el país, pierde uno la lengua y con ella una parte de la última identidad que nos define. Porque la lengua sirve para comunicarse, sí, pero sirve también para reconocerse.
* Trapiello, Andrés: Quasi una fantasia
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