Decía mi abuela, una mujer sabia, que mi padre no tenía muchas luces, que era un hombre trabajador, sí, y honesto, pero de pocas luces. Su hija, en cambio, mi madre, había dado a luz a seis hijos como seis soles, todos sanos y listos como ella, con esa inteligencia natural que solo unas pocas personas poseen.

Mi abuela hacía las cosas sin importarle la opinión de las vecinas. Haz lo que tengas que hacer y que sea a plena luz del día, me decía, sé valiente, vete derecha al meollo de los asuntos, nada de hacer luz de gas, nada de medias tintas. Más vale ponerse una vez colorado que ciento amarillo.

Mi hermano Demetrio era un ser de luz, una persona llena de alegría, de esas que hacen de este mundo un sitio mejor. Mi abuela le adoraba, como todos, por otra parte, hasta que salió del armario. Cuando su homosexualidad salió a la luz, mi abuela no supo qué hacer con tanta verdad, no comprendía que «ese tipo de cosas» tuvieran que decirse públicamente. ¿Qué falta hacía?

La luz se fue apagando en los ojos de mi abuela. Ella, la feliz matriarca de una familia sin tacha, se sintió de pronto humillada. Se quedaba en casa con las cortinas echadas, y cuando la luz del día se iba, ella no encendía las luces. Empezó a vivir en la penumbra, escondida en las sombras.

Una mañana, con las primeras luces del día, Demetrio se fue. No podía soportar ver a su abuela en ese estado ni pensar que era su vergüenza. Dicen que le vieron en la capital, que sigue siendo un ser de luz, que parece feliz, aunque afirma categórico que su abuela murió hace muchos años.