«Fueron a la zona de salidas y ella lo estrechó entre sus brazos hasta el último segundo, hasta que atravesó la puerta. Quería cerrar los ojos, como para mantener su imagen, temerosa de que si se llenaba la mirada con otras cosas pudiera olvidársele su aspecto, perder algo de él.

Cuando llegó al otro lado, se dio media vuelta y vio que Gabe seguía mirándola detrás del tabique de cristal. Ella se acercó y puso la cara cerca de la suya, tan cerca que sus pestañas aletearon en la fría pantalla entre ambos. Gabe respiró en el cristal y formó un nimbo de condensación, y de pronto un dedo trazaba líneas, curvas, formas en la neblina. Letras. Gabe escribía algo en el cristal, un último mensaje. Cuatro palabras. O posiblemente tres. Era difícil saberlo, puesto que los espacios entre ellas parecían comprimirse y expandirse, como un acordeón. Comenzaba con C, eso sí lo veía, lo cual podía significar «cómo» o «cuándo» o «cosa», y terminaba con el curvado gancho de una interrogación. Pero ¿cuál era la pregunta?, ésa era la cuestión.

Se quedó mirando la ristra de letras, que ondulaban y se cimbreaban como banderines al viento, y se le agolparon las lágrimas en los ojos, amargas y alcalinas. Miró a Gabe. El viejo y familiar golpeteo había comenzado en su cabeza, esa sensación de no poder inhalar suficiente aire, como si alguien le atenazara el gaznate con una garra feroz e inclemente.

No había nada más que hacer. Esbozó una media sonrisa, con la cabeza ladeada y un ligero encogimiento de hombros.

La reacción equivocada, lo vio de inmediato. Gabe retrocedió un paso del cristal, donde la transparencia comenzaba a erosionar las letras. Su expresión herida, consternada. Y Aoife tuvo que reprimir el impulso de darse un cabezazo contra el cristal, de gritar: por favor, no es culpa mía. ¡Es que no puedo!».

Maggie O’Farrell: Instrucciones para una ola de calor