«Winceworth se sonrojó y tosió, pero las palabras salían a un ritmo más rápido que el del habla normal, era casi un farfullado, borradores de frases sin corregir. Tenía una aguda conciencia de que sus palabras podían dar una sensación caótica. Lo vio todo claro, se dio cuenta de lo fácil que podía ser, sus vocales enredándose en el aire y las sibilantes enganchándose en sus labios, sensibleros embrollos derramándose desde las comisuras.

La joven lo miró intensamente a los ojos y Winceworth se fue apagando poco a poco: las palabras todavía no formadas quedaron atrapadas en las pestañas de ella o en las marcas sombreadas que tenía al borde del iris. Él abrió la boca para intentar un reagrupamiento, o una disculpa, o cualquier cosa que se pareciera a otra frase que salvara el espacio que había entre ellos, dispuesto a pedir perdón por hablar de más o por hablar fuera de lugar.»

Eley Williams, El diccionario del mentiroso