«Joder, Mary, dijo, apurando el vaso y haciendo tintinear el hielo del fondo. Léeme algo.

Intenté explicarle que el libro tendría muy poco sentido si empezaba a leérselo por la mitad, y que me tenía demasiado enganchada para volver al principio. Pero ella se aburría y conducir le daba jaqueca, así que propuso. Bueno, pues ponme al tanto de lo que pasa.

Era un antiguo juego nuestro. Cuéntame una historia, le gustaba pedirme, como diciendo: Hechízame, que mi vida en este boquete de Texas tiene menos gracia que un cuchillo de goma. Deslúmbrame. Cada vez que me pregunto cómo llegué a ser escritora, cuando tiro del hilo de esta urgente necesidad de trazar símbolos en un papel, invariablemente regreso a mi madre tirada en la cama con una resaca luminosa, y al hecho de que cualquier libro de adivinanzas que yo hubiera montado con lápices y una grapadora tuviese el poder de pinchar la pompa de jabón de sus desdichas.

Y eso mismo hice aquel día en la carretera, sólo que con un material mucho mejor, y -evidentemente saltándome los pasajes más sexuales- dejando que las elegantísimas frases de García Márquez salieran de mi boca igual que el genio de una lámpara maravillosa bien frotada. Mamá estaba cautivada. Contenía el aliento. Me pedía que le releyera algunos fragmentos. Cuando llegamos al Holiday Inn de Minneapolis mi voz era un graznido».

Mary Karr: Iluminada