Tiene la presencia rotunda de los que están bien anclados al suelo y la sonrisa permanente de los que han sido felices en su infancia. Se ríe para decir hola y para decir adiós. Se ríe constantemente. Te mira y sonríe y después te habla sonriendo.

Vino de un continente ingrato, de un país que no sabe cuidar de sus ciudadanos, que los escupe como el mar escupe los plásticos. Llegó con una maleta a casa de un marido que la esperaba. No sabía que también le esperaba una pandemia que la tendría metida en el piso de una ciudad que no conocía, en un país que no era el suyo, donde la televisión hablaba en un idioma que no entendía.

Muy despacio fue pasando el tiempo y con él lo peor de una enfermedad que puso en jaque la resiliencia de todos. Ella sobrevivió como una mariposa y al final del año ella y su marido eran tres. Descubrió que aquí los niños se quedan en casa con una mientras en África los cuida la familia y la tribu para que la madre se reponga. Lo crió en la soledad de sus cuatro paredes arrepintiéndose a ratos de todo, de haber venido, de haber tenido un hijo y seguramente hasta de haber nacido en un país tan ingrato.

Esa sonrisa que le alumbra la cara, esa cabeza bien amueblada que orgullosamente lleva sobre los hombros la empujaron a chapurrear sin parar, a aprovechar cada oportunidad que se le ofrecía. Se apuntó a la Escuela para Adultos, se compró un cuaderno como cuando era una niña y empezó a estudiar, a apuntar palabras y formas verbales. Se dedicó a preguntar.

El otro día me mandó un vídeo en el que se la veía en la biblioteca y el corazón me dio un salto. Qué alegría tan grande. Bienvenida, Priscilla, a este país, a este idioma, a esta sociedad. Bienvenidos tú y Emmanuel y todo lo que tenéis por enseñarnos.