Me alojo en un hotel junto a la costa en la isla de Lanzarote. Se extiende el mar ante mis ojos liso como una pista de hielo, azul, sin una sola ola. Llega a la playa sin sobresaltos, sin aspavientos, ni una pequeña ola. Imposible saber si la marea está subiendo o bajando. Me pregunto si habrá mareas y la respuesta es que tiene que ser que sí. Y recuerdo que se trata del Atlántico, un mar abierto, un océano para más datos y, sin embargo, sigue pareciendo un lago, un mar doméstico, un mar domesticado más bien.
Pasan los días y el paisaje es siempre el mismo, no estoy acostumbrada a que el mar no me sorprenda, no me cause inquietud, no me dé miedo. Pienso en el mar de La Concha, ese mar recogido en una bahía casi cerrada y parece que estoy hablando de otro fenómeno geográfico distinto. En La Concha el mar está a veces rizado, con olas que exhiben sus picos aquí y allá, espuma blanca que sobresale incluso más allá de lo que llamamos la barra, la parte en la que termina la bahía y el mar se abre a sus anchas. Otras veces las olas son altas, rompen con gran estruendo cuando llegan a la orilla y dan miedo. También hay días en los que las olas apenas sobresalen de la superficie pero se puede ver cómo el mar ruge por dentro, cómo se mueve por debajo de la superficie como si fuera un líquido a punto de hervir. Se pone azul marino, se pone gris oscuro y amenaza. Es un ser vivo y caprichoso al que miras para saber de qué humor estará hoy porque nunca es el mismo.
En cambio, en esta isla a la que he venido a vivir en sandalias y manga corta unos días, no hace falta mirar al mar cada mañana porque siempre está igual, es un paisaje estático, me pregunto si estará cansado o si es que es así, de natural tranquilo y pacífico, como los canarios.
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