Entre los apasionados y entusiastas del lenguaje suele encontrarse un tipo que se distingue por su acérrima defensa de las normas, de lo que él llama el buen uso de la lengua. Algo está bien o mal dicho según se ajuste o no a las reglas gramaticales, una palabra existe o no si aparece en el Diccionario de la RAE. Todas las lenguas tienen este tipo de estrictos amantes. Los franceses llevan años oponiéndose a la simplificación de las reglas que encorsetan al francés. Cada vez que se propone la eliminación de alguno de los tres acentos o el acercamiento de la escritura a la pronunciación, un ejército de salvadores de la esencia de la lengua francesa escribe cartas a los periódicos, organiza grupos de defensa del francés y se rasga las vestiduras por defender la integridad de su lengua.
A este tipo de personas yo las llamo militantes lingüísticos, defensores a ultranza del buen uso de la lengua, que tan pronto claman contra la utilización de una palabra nueva, como contra el uso de préstamos lingüísticos de otro idioma. Se diría que piden utilizar el castellano de El Quijote si no fuera porque sus reclamaciones nunca se remontan más allá de su paso por la escuela. La lengua que se hablaba antes de que ellos nacieran no es mejor que la que después, con el paso de los años, encuentran pervertida, pero ellos se limitan al tiempo de su vida.
Me temo que tienen la batalla perdida de antemano, no hay lengua que persista sin la contaminación de las demás, qué mejor, por otra parte, que apropiarse de conceptos de otras lenguas que no existen en la propia. ¿Cómo sería el castellano sin tantos términos árabes como lo enriquecen? Cierto que utilizamos muchos términos ingleses para denotar conceptos u objetos que ya tienen su palabra en castellano, pero otro tanto está pasando en el inglés con los préstamos del español que exportan los hablantes hispanos.
La incorporación de palabras de otros idiomas, la simplificación de las reglas gramaticales, los usos considerados degenerados… han existido siempre y, sin embargo, aquí estamos, hablando castellano y entendiéndonos todos, que es, al fin y al cabo, el objetivo último de una lengua.
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