Leo a Jacobo Bergareche en Los días perfectos, su lúcida radiografía de una pareja que entra en esa rueda de hámster que es la rutina. Dos personas que se quisieron con pasión y que ahora no saben de qué hablar mientras cenan en un restaurante de Palermo. Se agarran a sus respectivos móviles, los dejan incómodos por la imagen que esa escena les devuelve e intentan hablar. Inevitablemente se preguntan, en silencio, cómo hemos llegado aquí, nosotros que nos quisimos tanto.

Leo la historia de esta pareja y reconozco la historia de tantas. Cómo es el tiempo de cabrón que nos lleva derechitos al tedio, al esfuerzo mínimo, a la comodidad. Ya no somos los mismos, ya no soportamos tantas cosas de esa persona que lo fue todo para uno. Si se echa mano de los recuerdos, la memoria evoca con nostalgia una persona distinta, alguien que nos devolvía una imagen propia que nos gustaba pero que ya no existe porque los dos hemos cambiado, no solo nuestra pareja, también nosotros.

La vida pasa y a veces nos pasa por encima, se lleva los que creíamos que éramos, la mejor versión de nosotros mismos y deja alguien cansado, que ya nunca es inocente, que ha aprendido que probablemente es mejor ser indiferente que apasionado. Se aprende que se puede vivir con el único aliciente de pasar los días tranquilo, agarrándose a otros afectos menos exigentes, a cosas que nos hacen sosegadamente felices y, si no felices, que es una palabra excesiva, nos permite vivir serenos. Siempre que no nos arrase un pandemia, claro.