Cuando a mediados de los 70, Isabela Figueiredo (Lourenço Marques, actual Maputo, 1963) regresó al Portugal natal de su familia tenía 13 años y una misión encomendada por su padre: contar cómo el paraíso que había sido Mozambique —para los blancos, claro— se había transformado con la independencia y bajo el nuevo régimen del Frelimo en un caos de masacres, vidas amenazadas, encarcelamientos y sobornos.
Su padre tenía una empresa de electricidad con empleados negros a los que pagaba lo que le parecía porque así se hacían las cosas en aquellos tiempos. Si alguno faltaba al trabajo o no trabajaba bien, el patrón podía golpearle sin temer ninguna consecuencia. Trabajaban incluso los niños tan pronto como podían sujetar una herramienta. «Mis padres criaron a un niño negro de mi edad, cuando yo tenía unos 10 años. Su tarea era recolectar pasto para los animales y su sueldo era pan untado con mantequilla o mermelada y una taza de té. Robé dinero del bolso de mi madre para dárselo a escondidas”, narra la autora, cuya rebeldía ante la diferencia entre blancos y negros nunca encajó en la mentalidad racista de la época.
“Publicando este libro abrí la discusión social sobre este período y fui criticada y vilipendiada por todos aquellos que pretenden silenciar el lado oscuro de nuestro pasado colonial, especialmente los propios retornados”, lamenta Figueiredo, «pero tengo la verdad de mi lado y la conciencia muy tranquila».
A través de breves historias, de retazos de recuerdos y de afiladas reflexiones, la autora reconstruye este mundo no tan lejano en el tiempo y, sin embargo, impensable hoy en día. El relato incomodó a medio Portugal, deseoso como estaba de olvidar su pasado colonialista. “A la urgencia de escribir una historia que había guardado dentro de mí durante décadas, se unió el hecho de que estaba triunfando una visión de los retornados que narraban un África idílica, como si el colonialismo y el racismo no hubieran sucedido”, explica Figueiredo en una entrevista.
Estas memorias son un duro y descarnado testimonio de cómo una niña advierte la desigual composición de su vida cotidiana, reflejo del colonialismo que Portugal ejercía en Mozambique. «Ser blanco significaba tener poder y ejercerlo arbitrariamente, ser negro implicaba un desempoderamiento total», escribe Figueiredo.
Y resume, resignada, que el África que conoció «era un parque de atracciones para europeos que hoy no existe. Por lo tanto, no encontré mi tierra ni la encontraré nunca, porque paradójicamente mi tierra es el colonialismo”.
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