«Nosotros mismos, desde los abominables suplementos de los periódicos, no dejamos de publicar a cada rato el mismo artículo aconsejando una cena romántica de vez en cuando para reavivar la pasión en la pareja. La gorda del 418, que jamás estuvo casada, habrá escrito cincuenta veces ese mismo artículo en cualquiera de los suplementos y secciones de relleno, dando todo tipo de consejos crueles y estériles, porque hasta ella conoce ya el resultado de esas cenas románticas a la luz de una vela. Lo cierto es que nadie sabe qué hacer para reavivar la pasión en la pareja, y además de que seguramente sea una pésima idea, el mundo sería otro si la cosa tuviera alguna solución conocida a este problema. Probablemente sería un sitio insoportable, infestado de condones usados, donde todos estaríamos salidos como bonobos y seríamos incapaces de atender a nuestros hijos, de supervisar reactores nucleares, de hacer trasplantes, de colocar los ladrillos nivelados. Como seguramente sabrás mejor que yo, pasión y patología tienen la misma raíz griega, pathos, que quiere decir sufrir, de modo que para un antiguo griego lo de reavivar la pasión querría decir reavivar el sufrimiento, que sería a todas luces un comportamiento patológico. Pero lo deseamos con furia, con nostalgia y con la misma impotencia con la que el preso desea salir a la calle, y no está en nuestra mano conseguirlo, no al menos con nuestra pareja, algo tiene que pasarnos para que eso suceda con ella, alguien se nos tiene que morir, nos tienen que despedir, tenemos que enfermar, incendiar nuestra casa, sobrevivir a un accidente, perderlo todo, traicionarnos mutuamente, tomar ayahuasca, éxtasis, tratamientos hormonales, comer con las manos entre gordos barbudos con tatuajes en el cuello, todo ello a la vez, quién sabe. Pero seguro que no sirve una cena romántica».

Jacobo Bergareche: Los días perfectos