Intento agradar a mi madre. Procuro no mancharme, llevar los calcetines en su sitio, no protestar si tarda en hacerme las trenzas. Limpio los polvos y seco los cubiertos, dos de las cosas que menos le gusta hacer. Cuido de mi hermano, le visto, le peino y le echo colonia para que ella vea que está guapo, para que vea que le quiero. Los lunes, día de colada, mi madre está de mal genio, me quito de su camino hasta que termina y luego le acompaño a colgar la ropa y a extender las sábanas sobre la hierba.

Oigo decir que soy una niña buena, que no doy trabajo, que soy formal, aunque no es mi madre la que lo dice. Me gusta ir al colegio y aprender, no recuerdo si para que mi madre esté contenta o si me gusta porque sí.

Cuando salgo a jugar a la calle cuido de mi hermano, siempre lo llevo pegado, a veces me molesta pero no lo digo porque él tampoco tiene la culpa. A menudo me toca defenderle o responder en los líos en los que se ha metido. Mi madre le dice que el día que le abra la cabeza a alguno de esos bestias le hará un regalo. 

A mi madre le gusta pelarme los hombros después de que se me quemen con el sol. A mí me gusta que me vaya despegando la piel a tiritas, me gusta su concentración en mí, me gusta que algo mío le guste, de manera que me quedo muy quieta dejándole hacer.

Me gusta que mi madre se ría, que me llame hija. No me gusta que diga que me recogieron de unos gitanos que pasaban. Me gusta que cante y que a veces se levante de la mesa para bailar un tango con mi padre. La felicidad de mi madre es la felicidad de todos.