El pasado octubre estuve en el congreso que Trabalengua organiza cada año en Logroño; en él había una ponencia de Jacobo Bergareche en la que habló de este libro pero sobre todo del Harry Ransom Center, una biblioteca situada en Austin, Texas, que guarda un gran patrimonio en cartas de escritores famosos. De no ser por esa circunstancia nunca habría llegado a este libro porque no conocía a su autor (aunque su apellido me trae resonancias de una familia conocida en el País Vasco) y nunca habría disfrutado todo lo que Los días perfectos me ha ofrecido.

Luis, el protagonista, consuela su corazón roto con las cartas que William Faulkner escribe a Meta, su amante. Con esta excusa decide escribir a Camila, una mujer a la que conoció en Austin dos años atrás, de la que se enamoró perdidamente, y fue correspondido, y con la que ha vivido, en dos años, siete días perfectos, que son los que dan título al libro.

Cuando están a punto de encontrarse el tercer año, también en Austin, Camila decide poner fin a esa historia: «Dejémoslo aquí, quedémonos el recuerdo», le dice y Luis, desolado, se sienta a escribir, imitando a Faulkner, explicando a Camila cómo fueron para él los siete días perfectos que ha vivido con ella.

Luis está casado, tiene una familia que le espera en Madrid. También con ellos y con su mujer, Paula, ha vivido días perfectos, pero tiene que hacer un esfuerzo para recordarlos. Después de la larga carta a Camila, Luis escribe a Paula desde una escala en Nueva York, poco antes de volver a su casa. En la carta traslada a Paula todas las preguntas que él mismo se hace. Cómo ha llegado el tedio hasta ellos, cómo se lo han permitido, dónde están los que fueron, aquellos seres apasionados que se deseaban, que se reían de tonterías, que no necesitaban nada para ser felices. Adónde se fueron la pasión, el deseo, la felicidad y cómo todo fue reemplazado por el tedio.

Es un libro que me dio tanta pena terminar que, según lo cerré, lo volví a empezar por ver si podía quedarme a vivir en él.