«Cuando tenía nueve años, nos mudamos. Nos fuimos a vivir a una ciudad fronteriza en la que al menos la cuarta parte de la población hablaba la lengua alemana. Para nosotros, los húngaros, era una lengua enemiga, ya que nos recordaba a la dominación austríaca, y también era la lengua de los militares extranjeros que en esa época ocupaban nuestro país.

Un año más tarde, fueron otros los militares que ocuparon nuestro país. La lengua rusa se volvió obligatoria en las escuelas, las demás lenguas fueron prohibidas.

Nadie conoce la lengua rusa. Los profesores que enseñan lenguas extranjeras -alemán, francés, inglés- siguen cursos acelerados de ruso durante algunos meses. Pero no conocen realmente esta lengua y no tienen ningunas ganas de enseñarla. Y, de todos modos, los alumnos tampoco tienen ningunas ganas de aprenderla.

Así es como, a la edad de veintiún años, cuando llego por casualidad a Suiza, a una ciudad en la que se habla francés, me enfrento a una lengua totalmente desconocida para mí. Aquí empieza mi lucha para conquistar esa lengua, una lucha larga y encarnizada que durará toda mi vida.

Hablo francés desde hace más de treinta años, lo escribo desde hace veinte años, pero aún no lo conozco. Lo hablo con incorrecciones, y no puedo escribirlo sin ayudarme de diccionarios, que consulto con frecuencia.

Esa es la razón por la cual digo que la lengua francesa, ella también, es una lengua enemiga. Pero hay otra razón, y es la más grave: esta lengua está matando a mi lengua materna.»

Agota Kristof: La Analfabeta.