Son tristes los ambulatorios llenos de enfermedades y de enfermos; llenos de pasillos que construyen un laberinto, algunos tienen sillas muy juntas, otros están vacíos sin más paisaje que una pared gris o blanco desvaído. Los suelos, en cambio, brillan como espejos reflejando las luces blancas. Se oye de fondo el ruido monótono de la máquina de los tickets.

 Algunos enfermos se sienten dicharacheros y comentan qué dolor les ha traído hasta aquí, preguntan si hay alguien a quien le duela más. Otros quieren saber quién es el último, si el médico lleva retraso, si está usted para la enfermera o si tiene para largo. Mi tía les conoce a todos y ellos la conocen a ella, a veces les trae bizcocho o unos dulces de coco que le salen muy ricos. Parece que tenga una especie de iguala, ella les trae un algo, ellos le hacen un hueco y la llaman por su nombre. 

Me he traído un libro pero no me decido a abrirlo, pienso que quizás mi tía se sentiría mal si lo hiciera. Me fijo en que las personas mayores no miran el móvil. Le echo una ojeada al reloj y veo que se me va a acabar el ticket del aparcamiento, me pondrán una multa. Mi padre decía que todo lo que se pudiera arreglar con dinero no era importante.

Son lugares tristes los ambulatorios pero es aún más triste cuánto les gusta a algunas personas tener hora en el médico, como si llegara una edad en la que el médico fuera el único que se ocupa de ellos. 

* Gristeza es una palabra que he tomado prestada de Andrés Trapiello.