Cuando entras en casa, Emmanuel, entran contigo la luz y la alegría. Nos miras muy fijamente extrañado de los aspavientos que hacemos para llamar tu atención. Estás serio al principio, esos grandes ojos negros que tienes muy abiertos, asombrados. Te saco del coche y te quedas quieto un segundo pensando por dónde comenzarás el descubrimiento de la casa.
Entras primero en la sala y miras con mucha atención la mesa buscando los mandos, cómo sabrás tan pronto que los mandos y el móvil son objetos preciosos para los adultos. Ay, decepción, no están los mandos (por suerte me he acordado de esconderlos). Persistente como eres, en la segunda vuelta de rastreo encuentras el mando de la consola y te lanzas a por él. Te ríes contento de tener un trocito de poder entre sus manos. Sin soltarlo sales de la sala y empiezas el recorrido por el resto de la casa. Coges un coche que hay en una balda y ya tienes las dos manos ocupadas pero no importa, sigues tu recorrido en busca de tesoros. Te asomas a la habitación en la que me refugio, te paras atónito, cuántas cosas a mi alcance, pareces pensar.
Te escondes detrás de mí cuando quieres jugar a no estar, sales al balcón muy despacio agarrándote al marco de la puerta y gorjeas de alegría cuando oyes las risas de los niños en la plaza. Estás empezando a emitir sonidos por el mero placer de oírte, a veces canturreas otras haces gorgoritos, seguro que ya hablas en tu cabeza pero nosotros todavía no te entendemos. Te encanta la calle, te gustan los brazos, el biberón y los mandos. Y a nosotros nos gustas mucho tú.
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