«Era una familiaridad natural que provenía tanto de la ciudad y el mundo donde habían nacido como de la lengua que hablaban en él. Para esas tres personas que se habían descubierto una a otra, el ladino hablaba de su añoranza de Constantinopla. Para ellos, era una lengua de corbatas sueltas, camisas desabrochadas, pantuflas demasiado usadas, una lengua tan íntima, tan natural y tan necesaria como el olor de tus sábanas, de tus armarios, de tu cocina. Regresaban a ella después de hablar francés, con el alivio satisfecho de los zurdos que, una vez en la intimidad, ya no se ven obligados a hacer las cosas con la mano derecha.
Todos habían estudiado francés y lo sabían muy bien, igual que Lisias sabía griego, es decir, mejor que los atenienses. Se movían con fluidez por el imperfecto del subjuntivo con la serena facilidad de quienes nunca cometen errores gramaticales porque, a pesar de todos sus esfuerzos, nunca serán hablantes nativos. Pero el francés era un idioma extranjero, acartonado, y, como la princesa misma me comentaría años más tarde, después de pasar más de dos horas hablando francés empezaba a salivar. «Por otra parte, el español réveille l’âme, eleva el alma». Y siempre incluía un refrán para demostrar que tenía razón.»
Lejos de Egipto, de André Aciman
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