«Mi hija entiende el ruso pero no quiero que lo hable», dice una madre ucraniana mientras una niña pequeña se cuelga de su mano. La actitud que tenemos hacia una lengua, sea propia o ajena, es determinante en nuestro uso de la misma. Podríamos pensar que hablar o no una lengua depende de si la conocemos, pero la cuestión va mucho más allá y se debe sobre todo de la relación que tenemos con el grupo social con el que identificamos esa lengua.

Las actitudes lingüísticas se forman de manera compleja a partir de las creencias, las representaciones y las percepciones establecidas en torno a las lenguas y están influidas por un determinado sentimiento de afecto o rechazo. Esa madre entiende que el ruso es el idioma del invasor, no puede pensar que una lengua no es culpable de nada y que si su hija entiende ruso podrá leer autores rusos, traducirlo o comunicarse con personas que no tienen por qué compartir la opinión de los invasores, por ejemplo.

El rechazo a una determinada lengua supone también en muchas ocasiones una identificación con el grupo social en el que nos integramos. Hablar euskera, por ejemplo, ha sido en Euskadi un acto de identificación ideológica y de rechazo del castellano, lo mismo que en el caso opuesto, no querer saber nada de la lengua vasca porque esta era identificada con el terrorismo y los grupos que lo justificaban.

Pero ni el ruso ni el euskera son por sí mismas lenguas invasoras o terroristas, cada lengua es parte de la riqueza cultural y patrimonio de todos. La lengua no es culpable de nada, es, nada más y todo eso, nuestra más preciada herramienta de comunicación y transmisión de cultura.