Cuentan que se conocieron en un piso que no compartían, que él se empeñó y que tras repetidos requiebros consiguió vencer la indiferencia de ella. Ambos tienen vidas que darían para unas cuantas novelas, aunque lejos de alardear, solo cuentan retazos aislados después de mucha insistencia.
Tengo la suerte de que sean mis amigos. Y además me gustan. Me gusta su serenidad, ese escuchar de verdad, esa forma limpia de ser, sin trampa ni cartón. Me gustan porque nunca me aburro con ellos y porque, desde el silencio y sin estridencias, me siento querida. Compartimos comidas, excursiones, charlas… sin duda menos de las que deberíamos pero sé que están ahí, que les puedo pedir ayuda, que son un seguro si vinieran mal dadas.
Son geniales juntos -solo ella sabe cuándo es el cumpleaños de él- pero también separados. Se van a la cama como las gallinas y sin embargo, su vida es intensa y su trabajo mejora la de tantos que no tienen nada. Les gusta viajar y ver documentales con los que imaginar nuevos destinos aunque en sus sueños un día se retirarán a un caserío y vivirán tranquilos sin reuniones y sin teléfono móvil. Ella hará fotografías, él tallará la madera.
Acaban de darles un premio en su pueblo de adopción, un premio merecido, de esos que se ganan a pulso, de los que suscitan la alegría de todos. Zorionak, amigos, que sepáis que aunque os vayáis a la punta de un monte apareceré por allí porque no pienso perderos de vista.
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Nosotros también os queremos mucho. Las amistades se hacen en dos direcciones.