He llegado con el tiempo a entender un poco mejor a mi hijo pequeño. Cuando su adolescencia me arrastraba a la desesperación, paré un día y me dije, ponte en su lugar, no puede ser que no sepas por dónde te da el aire. Y al ponerme en su piel sentí cuántos noes se llevaba en un día normal, cuánta incomprensión sufría, cuánto rechazo. Eso no hizo que dejara de enfadarme con él pero sí que empezara a comprender su rabia, le podía escuchar sin subirme por las paredes.

Alguna vez he contado aquí que de pequeño me sentaba a verle dormir para sentir ternura por él. Seguramente alguien podría pensar qué madrastra, cómo es posible no sentir ternura por un niño, bueno, mi hijo ponía mucho empeño en levantar un muro entre él y yo, entre él y su padre, él y su hermano, él y el mundo. Esto es algo que se le daba muy bien. Buscar los límites siempre, ponernos a prueba, saber hasta dónde podíamos llegar. Y llegábamos exhaustos al final del día. A veces ponía en peligro su propia seguridad y con ello teníamos que vivir.

Hemos vivido tantas cosas, sobre todo él y yo, que cada vez le entiendo mejor, le juzgo menos, hago todo lo posible para estar cerca y no sufrir. Poco a poco me he dado cuenta de que la vida con él es un maratón, no una carrera de velocidad, ni siquiera una carrera popular, esto que estamos haciendo él y yo es un maratón, uno de esos en los que te quieres retirar pero luego sigues, luego te paras y vuelves a seguir y así toda la vida. A mí me gusta correr, esa es la verdad, y a él le gusta levantarse cuando se cae, así que aquí estamos, él se cae y yo le digo, anda, tira, que no es nada; yo me canso y él me dice, venga, ama, no te vas a parar ahora, ¿no? Y así vivimos.