«Quizá en el futuro los lectores ya no necesitaran diccionarios o ningún tipo de obras de referencia: la edición y la escritura tal vez fueran actividades imposibles en medio del humo y la contaminación del futuro, y el lenguaje hablado tal vez resultase inaudible debido al sonido de las máquinas. Quizás en el futuro la gente se comunicara exclusivamente por medio del tacto y el olfato y el gusto. Quizá habría diccionarios para esos sentidos. Tanto aprender un vocabulario para un mundo que él nunca vería y unas sensaciones que nunca experimentaría, pensó Winceworth, colocando las fichas que había sobre su escritorio de modo que formaran columnas perfectamente alineadas.

Entonces dejó de imaginarse los problemas que causaría con aquella trastada, con aquella broma, con aquella cosa absurda y fácilmente perdonable, y asumió de repente que sus entradas fraudulentas eran el único acto de su vida por el que (no) se le conocería, y por lo tanto su única oportunidad de dejar unas pequeñas huellas en el mundo. Lamentó no poder hacerle un guiño o compartir algo más permanente con la persona que las encontrara.

Volvió al trabajo y añadió un punto final a la entrada que había estado escribiendo. Esperó un poco a que se secara la tinta. Ésta soltó unos vivaces destellos azules bajo la luz durante unos instantes y después las palabras penetraron en la fibra de la ficha. La tinta apenas sangró un poco; si uno se acercaba la ficha a los ojos, podía ver los microscópicos hilillos y volutas que brotaban de las líneas y curvas intencionadas y se filtraban en el grano del papel.

Le resultaba más fácil encontrar palabras nuevas que respirar. Sólo tenía que apuntarlas con esmero, a la manera oficial, y después colarlas en el casillero del pasillo que correspondiera. Era muy sencillo.»

Eley Williams: El diccionario del mentiroso