«Cuando éramos chicos, las tardes de invierno, cuando todavía no existía Canal Rural y ya era de noche y papá ya había leído todo el diario y estaba aburrido, sacaba de la biblioteca un gran diccionario Vox de tapas verdes, ancho como dos ladrillos superpuestos. Lo abría en cualquier parte, frente a él sobre la mesa y se ponía a leer palabras una detrás de la otra, con los anteojos de ver de cerca encastrados sobre la nariz, la cabeza un poco gacha, la punta del dedo índice guiando la vista a lo largo de los renglones.
Leía con mucha concentración, mientras mamá preparaba la cena y mis hermanos miraban Hola Susana por Telefe, el canal de las tres pelotitas.
Yo, mientras tanto, leía la revista que venía los domingos con el diario. Lentamente pasaba las páginas, miraba las fotografías, los espacio diáfanos, la luz sobre los objetos, la gente feliz que vivía en esos lugares lejanos, pulidos, nítidos hasta la perfección, puros.
Del otro lado de la mesa, papá bajaba medio centímetro el dedo, leía la definición de otra palabra, ponía cara de asombro; a veces, un poco cara de sorpresa, de «mira vos, quién lo hubiera dicho»; a veces, cara de haber confirmado algo, de «ya lo suponía». No recuerdo que nunca haya hecho ningún comentario sobre lo que leía. Ni que sistemáticamente agregara a su vocabulario nuevas palabras. Aunque sí estaba obsesionado con algunas, que repetía todo el tiempo: Honolulú, por ejemplo.»
Federico Falco: Los llanos
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