«El modo en que enmarcamos algo afecta no solo a nuestra manera de pensar, sino también a nuestro estado emocional. Puede parecer algo insignificante, pero las palabras que elegimos -las que ignoramos y las que finalmente escogemos- son un espejo de nuestro pensamiento. La claridad del lenguaje es la claridad del pensamiento y la expresión de cierto sentimiento, por inocuo que pueda parecer, puede cambiar tu proceso de aprendizaje, tu manera de pensar, tu actitud, tu estado de ánimo, toda tu perspectiva. Como dijo W. H. Auden en una entrevista a Webster Schott, en 1970: «El lenguaje es la madre del pensamiento, no su sirviente; las palabras te dirán cosas que nunca habías pensado o sentido antes». El lenguaje que utilizamos se convierte en nuestro hábito mental y nuestros hábitos mentales determinan cómo aprendemos, cómo crecemos, en qué nos convertimos. No se trata simplemente de una cuestión semántica: contar anécdotas de bad beats tiene su importancia. El modo en cómo pensamos sobre la suerte tiene consecuencias reales sobre nuestro bienestar emocional, sobre nuestras decisiones y sobre la forma en que de manera implícita vemos el mundo y el papel que desempeñamos en él.
No existe algo parecido a una realidad objetiva. Cada vez que experimentamos algo, lo interpretamos para nosotros mismos. El modo en que construimos las frases -¿actuamos nosotros o somos los que sufrimos la acción?- puede determinar si disponemos de un locus de control interno o externo, si somos los dueños de nuestro destino o los peones de fuerzas que están más allá de nosotros. ¿Nos vemos a nosotros mismos como víctimas o como ganadores? Una víctima: las cartas me dieron la espalda, las cosas me ocurren, las cosas suceden a mi alrededor y no tengo la culpa ni el control. Un ganador: he tomado la decisión correcta. Es cierto que el resultado no ha sido favorable, pero pienso del modo correcto bajo presión. Y esa es la habilidad que yo puedo controlar».
Maria Konnikova: El gran farol
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