Por un año no he sido el perro verde de la cena de Nochevieja. Cierto que no doy un paso por los mariscos, no puedo ni ver las ostras y tampoco me gusta el caviar. Soy rara, lo reconozco, pero esta vez había otra más rara que yo. Qué satisfacción, por dios.

Me puse un vestido verde precioso, hecho de hilo con trama gorda y ribeteado de pespuntes debajo del pecho y a la altura de las caderas. Me acordé de mi madre, si estuvieras aquí, ama, ya me estarías diciendo, mírala ella, la que con verde se atreve por guapa se tiene. Mientras, mi prima la de Zaragoza me miraba al bies, verde de envidia porque ese vestido me queda como un guante, sin llegar a ser los vestidos-guante de la Pedroche, pero, vaya, que estoy estupenda, la verdad.

Fueron desfilando los entremeses fríos y calientes, el jamón, el lomo, los langostinos, las croquetas, las gambas con gabardina, las samosas… Y fuimos bebiendo también, primero un vermutito, después vino blanco, más tarde tinto y así fuimos pasando a ese estado de ánimo en el que te desinhibes y empiezas a poner verde a alguien, a varios, y te entra la risa floja. Después pasamos a los chistes verdes y cuando se nos acabaron nos acordamos del tío Josetxo, un viejo verde de manual, y más risas.

Y en eso que llegaron las doce y sacamos las uvas y es entonces cuando apareció la Pedroche, los hombres esperando ver cacho y las mujeres pensando que nos íbamos a morir de envidia con su cuerpazo. Pero este año la Pedroche nos sorprendió a todos: embarazá, pintá y, de no ser porque no sabíamos si lo suyo era un vestido o una redecilla para el pelo, de lo más normal, oiga.