«Cuando me mudé a Buenos Aires me di cuenta de que al hablar las compañeras de mi nuevo colegio bilingüe no me entendían. Yo decía chaque, ellas cuidado. Yo piola, ellas soga. Yo colí, ellas corto. Yo llavear, ellas poner llave. Yo opáma, ellas se terminó. Yo me hinca, ellas me pincha. Yo judear, ellas maltratar. Yo argel, ellas antipática. Yo angá, ellas pobrecita. Yo espores, ellas zapatillas. Yo pichado y ellas nada; acá no tiene traducción esa palabra que encierra las dosis exactas de decepción, enojo y humillación, todo en una. No solo tuve que aprender a manejarme en inglés durante las mañanas interminables, sino también con otros códigos a lo largo de todo el día. Por un buen tiempo, solo se acercaron para pedirme que dijera lluvia, calle, pollera. Querían escuchar el fenómeno de la «elle». Se reían, todas las veces se reían. En casa, mi papá también me tomaba examen: decí pollo. Quería saber cuánto iba a tardar en traicionarlo y convertirme en porteña.»

Ana Navajas: Estás muy callada hoy