Es menuda, tiene el pelo gris y las manos cogidas la una a la otra. Delante de ella, en el mostrador, hay un botecito de pastillas. ¿No tendrías uno como este?, le dice a la farmacéutica, es que le gusta más, así él tiene el frasco en la mesilla y se maneja mejor. Se vuelve y me mira como pidiendo perdón por hacerme esperar. Le sonrío y me fijo en el gran paquete de pañales que tiene en el carro de la compra. Vuelve la farmacéutica con una caja de pastillas. Mira en el ordenador. Pues sí que hay, ¿eh? lo que pasa es que no lo encuentro, espera que voy a volver a mirar. La mujer me mira de nuevo, me pide perdón con la mirada.
Me pregunto a cuánta gente habrá cuidado esta mujer. Cuántos hijos, nietos, hermanos o suegros. Su paciencia, la resignación que lleva colgada de las manos parecen indicar que es una cuidadora experta. No hay desdicha en ella. Ahora cuida de su marido, sin quejas, con tranquilidad. Atiende si quieres, le dice a la farmacéutica, yo no tengo prisa. Yo tampoco, le digo, no se preocupe. Y ella me agradece con una sonrisa preciosa.
Imagino que volverá a un cuarto con un dormitorio de esos de madera oscura y muchas fotos encima de la cómoda. Imagino a un hombre mayor que la espera y que, seguramente, es la razón de su vida. Los hijos vendrán a verles un día a la semana y quizás también los nietos, pero ella estará ahí todos los días, casi todas las horas, cuidando de que a su marido no le falte el frasco de pastillas. El que él quiere tener a mano.
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