A mis padres les gustaba bailar. Si sonaba un tango en la radio mientras estábamos comiendo, se levantaban y se ponían a bailar. Mi hermano y yo nos mirábamos como diciendo, ¿pero no habíamos quedado en que uno no se podía levantar de la mesa hasta que no hubiera acabado de comer? No decíamos nada, claro, no nos atrevíamos y además nos gustaba esa transgresión, esa muestra de que nuestros padres eran humanos. Emanaba de ellos dos bailando una complicidad que nos llevaba a pensar que, a pesar de las frecuentes discusiones, ellos se querían.
Mi madre era impulsiva, cuando algo le frustraba era mejor quitarse de en medio, y era también fuerte y enérgica. Lidiaba con nosotros, con la casa, con la administración del exiguo sueldo, con la huerta… Porque las madres de aquellos tiempos se ocupaban de todo: de las reuniones del colegio, de la salud de los hijos, de la economía de la familia, de los cuidados de los parientes… todo caía sobre sus hombros. Mi madre llevaba esa carga pero lo hacía malhumorada y protestando. Por eso verla levantarse y decirle a mi padre, venga Ángel, ven, vamos a bailar, era un momento feliz y fugaz como pocos.
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