Querido Emmanuel: 

Algunos días, cuando te vamos a buscar, te da como impresión, evitas el contacto visual pero te acercas y, si me agacho, pones tu cabecita en mi hombro. A mí me da una alegría rara, tranquila, como para dentro, como si se llenara algún depósito interior de chocolate negro. Enseguida enfilas hacia las escaleras y apenas si te vuelves para decirle adiós a tu madre.

Una vez sentado en la sillita del coche, cuando ya está claro que te vas a explorar lo más recóndito del barrio de Riberas, mueves la manita como la reina de Inglaterra y dices aguuuuuu, aguuuuuuu, cada vez más clarito, cada vez más bonito. En el coche miras hacia los lados, no pierdes detalle y, si te hablamos, apenas nos haces caso. La carretera es tan excitante… Tan pronto como aparco y te suelto de la silla te lanzas al asiento del conductor, te repantingas, agarras el volante y una grandísima sonrisa se te dibuja en la boca.

Te debes sentir poderoso, muy mayor, dueño del mundo. Tan todo que ayer, mientras sacaba las cosas, llamaste a emergencias con un botón que no sabía que existía. De repente una voz sonó en el coche. ¿Cómo le puedo ayudar?, ¿están en la carretera?, ¿qué necesitan?, insistía la voz. Nada, nada, muchas gracias, ha sido el niño, lo siento mucho, de verdad. ¡Oh, no se preocupe! dijo la voz amablemente, suele pasar. Mis disculpas, de verdad, lo siento. No hay problema, que disfruten del día, adiós. 

Emmanuel, Emmanuel qué has hecho, venga tira para fuera, mecagüenelcrio.