«Cuando me trasladé a La Haya no hablaba el neerlandés, no tenía más que unas nociones básicas, pero eran tantas las similitudes con el alemán que al cabo de seis meses ya tenía cierto dominio del idioma. En los Países Bajos casi todo el mundo hablaba inglés con fluidez, por supuesto, y en el tribunal nunca había oportunidad de practicar el neerlandés, así que lo aprendí sobre todo escuchando por la calle, en un restaurante o un café, o en el tranvía, como en ese momento. Un lugar adquiere un aire intrigante cuando se entiende a medias su idioma, y en esos primeros meses la sensación fue especialmente curiosa. Al principio me movía en una nube de incomprensión, todo lo que oía a mi alrededor era impenetrable, pero se hizo menos elusivo a medida que empezaba a entender palabras sueltas, luego frases y ahora incluso fragmentos de conversación. A veces me topaba con situaciones más íntimas de lo que me habría gustado, la ciudad ya no era el lugar inocente que había sido cuando llegué.
Pero no había nada particularmente invasivo en escuchar en el tranvía, los estudiantes hablaban muy fuerte, casi a voz en grito, querían que nos enteráramos de todo. Mientras los escuchaba recordé el placer que suponía aprender un idioma, desentrañar sus estructuras, poner a prueba su elasticidad y flexibilidad. Hacía tiempo que no experimentaba esa sensación en concreto, pues los demás idiomas los había aprendido de niña o más tarde en el colegio.»
Katie Kitamura: Intimidades
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