«Ionescu señaló las dos sillas situadas al frente de su escritorio. Nos sentamos. Ionescu soltó un par de palabras y tosió. Ovidiu estiró el cuello, alzó el cuerpo ligeramentemente y empezó a relatarle los hechos al comisario.
En su declaración dejó salir la voz de Mihai. Era la misma voz que habló con la recepcionista del Capitol. Exhalaba por la boca y la nariz palabras tibias y arrulladoras. Sus ch, sh, tzi vibraban como las hojas de los abedules en los veranos frescos. Tensó sus cuerdas vocales y apretó las bes y las pes entre sus labios hasta hacerlas explotar. Sujetó el borde del escritorio de Ionescu y le subió el volumen a su relato. Los sonidos de Mihai desaparecieron y volvió la frecuencia sonora de Ovidiu. Su discurso empezó como una confesión y acabó como una penitencia. Las â salían dudosas desde su tráquea y se le pegaban al paladar, se tropezaba con las erres y las î lo terminaron asfixiando.
Cuando terminó de hablar, retiró las manos del escritorio y se cruzó de brazos. Sobre la madera brillaban rastros de sudor con la forma de sus dedos.»
Claudia Ulloa Donoso: Yo maté a un perro en Rumanía
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