«Sabía. Y lo hacía obsesivamente: buscaba en los libros, como en las sopas de letras, mensajes escondidos; subrayaba en vertical, en diagonal, armaba frases a las que atribuía sentidos disparatados: eran cosas que mi papá quería decirme pero no podía.

Mi mamá también sabía leer, pero sobre todo a Corín Tellado. Supe desde muy temprano que las novelas de Corín Tellado no te dejaban bien parada delante de mi papá. ¿Qué te dejaba bien parada delante de mi papá? El diccionario. Así fue como aprendí a meter en frases banales la palabra «onomatopeya» y la palabra «tautología» y la palabra «emancipar». Los grandes se sorprendían, me miraban perplejos. Mi mamá se avergonzaba, escondía la cara entre las manos y sacudía la cabeza. Después me miraba con miedo, como si yo fuera un Gremnlin a punto de saltarle al cuello y sacarle un bocado de garganta. Pero a mí no me importaba, porque mi papá, en cambio, se esponjaba como un pavorreal y decía: «Mi niña chiquita sabe hablar».

Me hice una pequeña genio ante sus ojos, una lectora voraz sólo de sus libros, me hice una niña vieja para estar más cerca de él. Los demás no me importaban: mi mamá, mis hermanos, la muchacha del servicio, el perro, las paredes, las calles del barrio, el colegio, los carros de la ciudad, el horizonte después del mar, las murallas y el cielo. Todo era un decorado necesario para que él y yo, y nuestro secreto expresado en guiños matutinos, nos mantuviéramos a salvo.»

Margarita García Robayo: Primera Persona