«Al norte de la isla de Bribie, la costa en la que fueron hallados los cuarenta canguros calcinados unas horas antes de la muerte de mi madre, siguiendo el imponente litoral australiano durante 1693 kilómetros en el inmenso estado de Queensland, yace otro cadáver monumental tendido sobre las costas de la isla: la lengua dyirbal. Este lenguaje, que en otros tiempos era hablado por varias tribus, se extinguió a tan sólo unas décadas de ser descubierto por Occidente. En su momento produjo una fascinación obsesiva en lingüistas como Dixon o Lakoff. Una de las particularidades que lo distinguen, en el enorme repertorio de su singularidad, es la nomenclatura sobre el género. Los hablantes de dyirbal no tenían dos categorías como en casi todo el mundo (masculino y femenino), sino cuatro: en la categoría bayi se encontraban los humanos masculinos y casi todos los animales, en la balam, las plantas y las frutas comestibles, en la bala, las partes del cuerpo, los árboles, las piedras y los objetos inanimados, y en la balan, las mujeres, el fuego, el agua, varios peces, las aves y los objetos peligrosos. Pero además, su estructura gramatical no estaba compuesta por un sujeto, un verbo y un predicado, sino por una sintaxis tan compleja y misteriosa que se tuvieron que escribir varios tomos sobre su naturaleza lingüística para entender las variedades léxicas que giraban en torno a tabúes y relaciones familiares. El dyirbal, para decirlo en otras palabras, parecía sacado de un universo distinto al nuestro. Hoy, en tan sólo unas décadas, el idioma parece haber sufrido bastantes cambios, porque la apertura a otras culturas modernas ha modificado la visión del mundo de los aborígenes más jóvenes que, por otra parte, son cada vez menos. Se estima que en estos días hay apenas cincuenta hablantes de un nuevo dyirbal, modificado y transculturizado. Y por estos días, si el idioma no se transmite y el número de sus hablantes crece, posiblemente morirá sobre la región noreste, la triste zona geográfica en la que se van multiplicando los fantasmas.»

Franco Félix: Lengua dormida