«Mi madre me enseñó la gramática del silencio y debía practicarla, ponerla en uso, activar su centro. Durante treinta y ocho años fui perfeccionando su tesitura. Pero cuando era pequeño, su idioma me resultaba confuso. No entendía su mecanismo. Primero noté la subversión. En la escuela me enseñaron reglas sintácticas y en casa mi vieja las desarticulaba con su propio juego de normas lingüísticas. El español en su boca tenía otra sustancia. Llegaba a curvarlo, comprimirlo, estirarlo, doblarlo y aglutinarlo a su antojo. Recuerdo algunas conversaciones con su hermana, mi tía Leto, otra usuaria del idioma secreto. Quizá lo aprendieron de la misma persona, mi abuela. Cierro los ojos y puedo verlas. Mi madre plancha la ropa. Yo las miro desde el sillón. Dicen esto y lo otro y la densidad de sus palabras es muy alta. Veo los gestos de mi madre y, desde entonces, los estudio, los ensayo. Sin esos ademanes estaría totalmente perdido. Dice Massimo Recalcati que la psicología evolutiva concluyó que un niño depende de las reacciones del rostro de su madre. Si un infante es sometido a la falta de gesticulación de su madre, manifestará estados de angustia. Esto es porque hay un lenguaje ahí. Si un niño, por ejemplo, gatea cerca de un precipicio, el gesto de horror de su madre, le indicará el peligro. En cambio, si se arrastra por el pasto y el gesto de su madre es de tranquilidad, hay seguridad en la gestión de sus movimientos. A esto me refiero con la lengua que no habla, que no dice, sino significa. Este es el idioma de mi madre, un rostro que reacciona, sin palabras, frente al vacío.»

Franco Félix: Lengua dormida